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jueves, 13 de marzo de 2014

Parásitos manipuladores


Cadáver de hormiga con el cuerpo fructífero de un hongo del género Cordyceps. Crédito: The Earthy Report

Una hormiga, atacada por un hongo, sube a un árbol y muerde una hoja con una fuerza hercúlea, en lo que parece ser una especie de “sacrificio final”. Un ratón, infectado de toxoplasmas, se pasea delante de un gato, entregándose así a una muerte segura. Tanto el insecto como el mamífero son la prueba viviente de una “voluntad animal” sometida, es decir, de la manipulación de la conducta de una especie al servicio exclusivo de su parásito. Así de sencillo y contundente.

El parasitismo es un tipo de asociación ecológica en la que un ser vivo, el parásito, vive a expensas de otro, el huésped u hospedador, dentro de su cuerpo o en su superficie. Para hacerlo despliega todo un arsenal de herramientas que, en definitiva, le sirven para obtener de su víctima el hábitat para desarrollarse, el medio para trasladarse y la energía para realizar sus funciones vitales, entre las que destaca la reproducción. Por ejemplo, los piojos viven en nuestro cuero cabelludo, se trasladan de un lugar a otro montados en nuestras cabezas y “beben” nuestra sangre. ¿Qué más se puede pedir?

Las interacciones parásito-huésped son profundas y sutiles. Para entender el alcance de las mismas volvamos a la hormiga y, posteriormente, al ratón suicida y a los recovecos de la mente humana. Imaginemos la siguiente escena en un bosque tropical brasileño: Una hormiga carpintera camina por el suelo, mientras una fina lluvia de esporas de un hongo, el Ophiocordyceps unilateralis, cae sobre su cuerpo. Algunas esporas lo taladran. En un par de días, la hormiga abandona el hormiguero, aparentemente para salvar a su colonia, y trepa hasta un árbol, donde se aferra firmemente a una hoja, para morir allí unas seis horas después, cuando las hifas del hongo digieren y ocupan sus entrañas. Al cabo de una semana, emerge por su nuca un filamento alargado con una especie de saquito del que se desprenden miles de esporas, que caen sobre el suelo del bosque, por donde desfilan otras potenciales víctimas en ecológica procesión. 

No sabemos cuál es el mecanismo por el que el hongo manipula el sistema nervioso de la hormiga. Tal vez sea de tipo molecular. Pero el resultado es la “zombificación” del insecto: La hormiga es “conducida” hasta un lugar con las condiciones de temperatura y de humedad adecuadas para el desarrollo y la reproducción del parásito. Posteriormente, este la obliga a morder fuertemente un nervio de la hoja, situada a la altura precisa, ni más ni menos. Luego la mata y colgada como una momia, como los cientos de compañeras que forman ese siniestro “cementerio flotante”, es utilizada por el hongo para diseminar sus células reproductoras. Y eso no es todo. Recientes descubrimientos sugieren que la hormiga se defiende ¡utilizando otro hongo que parasita al primero! No sé al lector, pero a mí me parece, sencillamente, un prodigio de diseño…EVOLUTIVO.

El ratón sin miedo no teme a los gatos. Es más, le encanta el olor a sus excrementos y los busca con temeridad, como se ha demostrado en varios experimentos. Está infectado por Toxoplasma gondii, un protozoo parásito que se desarrolla en gatos, ratones y ratas, aves y también, en humanos. Los ratones se infectan cuando entran en contacto con los excrementos gatunos que contienen quistes del parásito. Estos se introducen por vía oral y se instalan provisionalmente como individuos asexuados en los músculos y en el cerebro de sus huéspedes intermedios, en donde provocan, mediante la fabricación de algún tipo de neurotransmisor, el bloqueo de ese temor instintivo hacia los gatos, así como un comportamiento más osado, lo que los convierte en presas más fáciles para los felinos, que son sus huéspedes definitivos. Cuando un gato ingiere carne de ratón con toxoplasmas, se cierra el ciclo vital del protozoo, culminando su desarrollo sexual en el intestino, donde producen los quistes que se liberan con las heces. En los seres humanos, estos quistes pueden ser ingeridos tras manipular, por ejemplo, las cajas de arena donde nuestras mascotas abandonan, “educadas”, sus olorosas deposiciones. Por tanto, ¡cuidado con los gatos, sobre todo, las mujeres embarazadas!

Si los humanos también pueden ser infectados por Toxoplasma gondii, tal vez sea el momento de preguntarse si estos parásitos podrían manipular también nuestra conducta para obtener alguna ventaja. Al fin y al cabo, estamos dotados de un cerebro semejante al de los ratones y, aunque no tenemos terror atávico a los gatos, sí compartimos con nuestros parientes mamíferos emociones primarias. Pues bien, recientes estudios han revelado que la toxoplasmosis puede aumentar el riesgo de padecer esquizofrenia, afectando al nivel de ciertos neurotransmisores como la dopamina. También se han observado los efectos de este protozoo en el comportamiento de individuos sanos portadores (el 30 % de la población), como por ejemplo, cierto aumento del tiempo de reacción frente a eventos inesperados o una excesiva calma ante situaciones de peligro difuso, lo cual podría provocar que estos individuos tengan un mayor riesgo de sufrir accidentes.

La Ciencia no ha dicho la última palabra. Nunca la dice. Pero todo sugiere que nuestra conducta, nuestra personalidad y tal vez, nuestros patrones culturales, están determinados por nuestros genes en continua interacción con el ambiente, sin descartar la influencia de nuestros parásitos y de nuestros simbiontes, como las bacterias de la  flora intestinal. Pero esto sería otra historia. 



Diario Córdoba, edición en  papel, 16.02.14
Casimiro Jesús Barbado López
Asociación Profesorado de Córdoba por la Cultura Científica