Páginas

lunes, 2 de junio de 2008

LOS INOCENTES

Recientemente se ha descubierto en la Universidad de California que las placas de proteína beta-amiloide del Alzheimer se forman mucho más rápido de lo que se pensaba. Los experimentos se han realizado in vivo en ratones transgénicos, unos “parientes evolutivos” que comparten con nosotros el 80 % del genoma (incluyendo el gen de esta enfermedad) y el sistema límbico (emocional), a los que se les ha taladrado el cráneo para ver, a través de una ventana milimétrica, el deterioro de su diminuto cerebro. Se trata de un descubrimiento que puede tener importantes consecuencias clínicas, puesto que si es tan rápida la formación de las placas y tan lenta la aparición de los síntomas, una intervención a tiempo serviría, probablemente, para atajar el progreso de este terrible mal.

Pero no es esta enfermedad neurodegenerativa el eje de esta colaboración, sino la utilización de animales en investigación. Un tema que pasa casi desapercibido para la opinión pública, pero que impulsa a los defensores/as de los derechos de los animales no humanos a luchar con corazón y coraje y, en muchas ocasiones, con “cabeza”, por la abolición de estas crueles prácticas. La utilización de animales en los laboratorios ha sido fundamental para el desarrollo de la medicina. En 1889, los alemanes Minkowski y von Mering abandonaron los pájaros y comenzaron a extirpar páncreas en una especie más próxima, el perro, para comprobar su efecto sobre la digestión de las grasas. Y tuvieron un éxito inesperado cuando desvelaron la relación de este órgano con la diabetes. Luego Banting, McLeod y Best, rajando vientres e inyectando extractos en inocentes criaturas, descubrieron la insulina. Un paso decisivo en el ascenso de la Humanidad por la escalera del conocimiento… ¡Y de las terapias! Estime el lector cuántos millones de personas se han beneficiado desde entonces.

La lista de áreas en las que se realizan experimentos con animales es muy amplia: aprendizaje de técnicas médico-quirúrgicas, mutagénesis y carcinogénesis ambiental, fisiologías humana y veterinaria, toxicidad de productos de consumo, prácticas de biología, xenotransplantes, psicología humana, ensayos farmacológicos, etc. Pero pensemos por un momento en la prueba Draize realizada en un conejo albino, consistente en verter en sus ojos, varias veces al día, un cosmético, un champú, un abrillantador de suelos o un detergente. Imaginemos sus intentos fallidos por escapar de esta tortura mientras nos mira con sus grandes ojos inflamados, ulcerados y ensangrentados. O veamos a través de una ventana digital el maltrato y la muerte de miles de perros, ratas y monos sometidos a agentes químicos, bacteriológicos y radiaciones, como inocentes sparrings en el cuadrilátero macabro de los juegos de guerra.

¿Dónde están los límites? ¿Qué se puede hacer y qué es lo que no se debe hacer? ¿Con qué especies? ¿Para qué fines? Son interrogantes cuyas respuestas oscilan desde la prohibición absoluta, por considerarla un fraude científico y una aberración ética, hasta el todo vale para el progreso de la especie maltratadora. Y entre los dos extremos, un “lugar” entre la barbarie y la necesidad: Una norma que prohíba el sacrificio de especies a los que la evolución dotó de cierta capacidad para verse a sí mismos y lo permita en el resto, de forma indolora, únicamente si lo que se persigue es aliviar el sufrimiento humano o un avance significativo del conocimiento.

Afortunadamente, los movimientos en defensa de la dignidad animal ya han promovido algunos cambios en este sentido, como la aprobación de una Directiva Europea que prohíbe desde el año 2004, la experimentación con productos cosméticos acabados, y a partir del 2009, con sus ingredientes. En España, la normativa impone que los procedimientos empleados eviten el sufrimiento y la angustia del animal y se apliquen, en la medida de lo posible, en aquellas especies con menor sensibilidad neurofisiológica, prohibiéndolos expresamente si hay alternativas. En nuestra Universidad, el nuevo Servicio Centralizado de Animales de Experimentación es un avance en este sentido.

La Ciencia no puede permanecer al margen de este dilema ético y, además de investigar los diferentes grados de sensibilidad animal, para ampliar el catálogo de especies a proteger, debe seguir avanzando en el diseño de nuevos métodos incruentos, mientras emplea sistemáticamente los existentes: Cultivos de tejidos humanos, métodos físico-químicos, modelos informáticos, estudios epidemiológicos, observación clínica, cultivos de bacterias, autopsias y técnicas de imágenes.

Finalmente, los ciudadanos y ciudadanas podemos comenzar a hacer algo por cambiar la realidad. En este caso es muy fácil. En la próxima compra de productos de belleza, limpieza o higiene, busquemos un conejo saltarín entre dos curvas y otras tantas estrellas. Es el logotipo del Estándar de Cosméticos Humanitarios (HCS en inglés), lanzado en 1998, como una herramienta para boicotear las empresas que no respetan la vida.

(Diario Córdoba. 11.06.08)

¿PARA QUÉ SIRVEN LAS CIENCIAS EN LA ESCUELA?

El saber científico es multidimensional. Está formado por conceptos, incluyendo los hechos, las teorías y las leyes; los procedimientos y métodos de la Ciencia y las actitudes y valores que lo sustentan y permiten sus aplicaciones dentro de los límites establecidos por una ética universal.
El conocimiento científico forma parte del acervo cultural de la Humanidad, construido colectivamente mediante la lucha del ser humano contra el Mito, para "arrancarle a la naturaleza sus secretos" y “repartirlos entre los hombres” (como dijo Gregorio Marañón, refiriéndose a Madame Curie). Es Cultura, imprescindible para el desarrollo integral del ser humano y una herramienta fundamental para interpretar el mundo y no quedar fuera del juego intelectual de nuestra época. Esta comprensión del mundo es, además, el sustrato para liberarnos de supersticiones; pseudociencias, como la ufología, astrología y demás "ciencias" ocultas; terapias milagrosas; fraudes; manipulaciones y engaños. Todo un universo de patrañas que se multiplican sin control por la red y la televisión y a las que Carl Sagan, en su libro "El Mundo y sus demonios", responsabiliza de una nueva edad oscura.
Las Ciencias nos informan de los riesgos ambientales y de sus consecuencias (inundaciones, tornados, huracanes, sequías, etc.); pueden predecir algunas catástrofes naturales con una cierta precisión (tsunamis, volcanes, deslizamientos, etc.) y nos desvelan qué zonas del planeta son más seguras y cuáles son más peligrosas para los asentamientos humanos.
Pero, además, nos facilitan la comprensión de las interacciones entre el ser humano y su medio: calentamiento global; agotamiento de los recursos naturales; falta de agua, energía y/o alimentos para abastecer a la población mundial; pérdida de biodiversidad; contaminación ambiental; etc.
Y derivado de de este conocimiento, sobre ellas descansa el conjunto de soluciones a los problemas medio-ambientales, cuando éstas satisfacen ciertos criterios éticos (la Ciencia construye “los saberes”, mientras que la Ética, “los deberes”): Un conjunto de soluciones racionales e imaginativas dentro de lo que conocemos como Desarrollo Sostenible, que no comprometa el futuro de las generaciones venideras y que garantice unos niveles de vida dignos para todos los ciudadanos/as.
Por otra parte, la medicina y la mayoría de los objetos y materiales de uso corriente son productos del desarrollo científico y tecnológico y nos están abriendo las puertas a un grado de bienestar sin precedentes, pero también a una serie de nuevos dilemas y retos (contaminación electromagnética, clonación, Ingeniería Genética, etc.) que hay que entender y valorar en su justa medida, buscando fórmulas compatibles con un modelo de desarrollo ajustado a los ciclos naturales, que garantice, además, el acceso a unas mejores condiciones de vida para todos los habitantes del planeta.
Dentro de este ámbito, las Ciencias fomentan actitudes y hábitos para el cuidado de la salud, así como conocimientos para hacer frente a los riesgos relacionados con la alimentación, el consumo, las drogodependencias y la sexualidad, proporcionando también las claves necesarias para comprender las nuevas tecnologías y sus posibles consecuencias para la salud y el medio ambiente. Con los últimos avances genéticos y neurobiológicos, las Ciencias nos están ayudando a redefinir la condición humana, situando a nuestra especie en el lugar que le corresponde en la naturaleza y de esta forma afrontar las nuevas perspectivas sobre la libertad, la mente y sus enfermedades, la felicidad, etc.
Por otra parte, la disminución del analfabetismo científico nos proporciona la mejor vacuna individual y colectiva contra el dogmatismo y el fanatismo religiosos y contribuye a la necesaria y efectiva integración cultural, étnica, lingüística, social y económica de los diferentes pueblos y naciones y, a largo plazo, al desarrollo económico y social de los países más pobres. Finalmente, la Ciencia, en general, pone en juego valores que le son inherentes: escepticismo; racionalidad, entendida como el poder de la razón para comprender el mundo; búsqueda de la verdad objetiva; participación de la colectividad en la construcción del conocimiento; rigor intelectual; debate y confrontación de ideas; provisionalidad; etc. Por todo ello, la enseñanza de las Ciencias contribuye a la formación de ciudadanos críticos, capaces de entender la complejidad del mundo y los cambios que estamos experimentando, a la vez que nos capacita para cuestionar las políticas de nuestros gobernantes y adoptar de forma autónoma, racional y fundamentada nuestras propias decisiones, facilitándonos la participación activa en la comunidad, como ciudadanos informados, comprometidos, libres y responsables. En definitiva, la socialización del conocimiento científico es la esencia de la democracia.
Y si esto es así: ¿Por qué los políticos deciden por ley que esta Cultura sea inaccesible para la mayoría del alumnado a partir de los 15-16 años? Buena pregunta en el año de la Ciencia.
(El Día de Córdoba. 03.03.07)

UN EXPERIMENTO A GRAN ESCALA

El papel de las Ciencias en el progreso de la sociedad es indiscutible. Lo sabe todo el mundo y, en particular, empresarios y gobiernos. Sin embargo, esta verdad de Perogrullo no se ve reforzada con políticas educativas que promuevan el mismo objetivo. Es decir, pretendemos aumentar los recursos en Ciencia y Tecnología (Zapatero, en El Mundo, el 26.06.05), sin formar el suficiente número de cerebros para llevar a cabo estas estrategias. ¿O tal vez pensamos importar investigador@s como juguetes made in Taiwan?

Y a nivel personal, ¿qué papel desempeña la formación científica en la educación del ser humano? ¿Podemos vivir en el siglo XXI sin el mapa que forman los conocimientos científicos, tan necesarios para entender el mundo y movernos por él con soltura?
Para respondernos a estas cuestiones y comprender mejor la importancia de la cultura científica en la formación de los ciudadanos/as, proponemos la realización de un experimento mental del tipo “El gato de Schrödinger”, en la que un felino, una partícula radiactiva y un veneno interactúan en el interior de una caja, bajo la mirada de un observador, que abre o cierra la caja a voluntad.Los “gatos” de nuestro experimento serán hombres y mujeres, mayores de edad, con una formación científica básica, actual y contrastada objetivamente.

El procedimiento experimental consistirá, primero, en borrar de sus mentes todo lo relacionado con ocho de las grandes ideas científicas del siglo XX, correspondientes a los diseños curriculares de 4º de ESO: Genes, Tectónica de Placas, Estructura del Átomo, Origen del Universo, Evolución de los seres vivos, Energía y Máquinas, Ecosistemas y Procesos Químicos. La segunda fase del experimento se basará en la observación de estos mismos sujetos, desprovistos de este poso cultural, enfrentándose a situaciones reales del mundo actual: clonación, células madre, terremotos, radiaciones, contaminación ambiental, drogas, naturaleza humana, ingeniería genética, sostenibilidad, sequía, cambio climático, crisis energética, industria química, energía nuclear, desequilibrios Norte-Sur, cáncer, explotación y distribución de los recursos, el ser humano en el universo, pérdida de biodiversidad, etc.

¿Cómo interpretarán el mundo? ¿Cómo se verán a sí mismos dentro de él? ¿Necesitarán recurrir a elementos mágicos para explicar el devenir de los acontecimientos? ¿Tendrán una opinión fundada en torno a estos temas y tomarán decisiones de forma razonada? ¿Serán capaces de participar y actuar responsablemente ante problemas relacionados con la cultura que les hemos negado? ¿Serán unos ciudadanos más libres y por tanto, más críticos?
No seamos ilusos. Alguna mente prodigiosa se nos ha adelantado y la investigación anterior ya se está llevando a la práctica, pero, esta vez, a gran escala. Forma parte del sistema educativo actual, que, utilizando como conejillos de indias a chicos y chicas de 12 a 16 años, está propiciando su salida de la ESO sin los conocimientos mínimos necesarios para entender el mundo que les está tocando vivir. Una generación a la que se les ha negado en las aulas, sistemáticamente, el acceso a estos conocimientos, con una prematura y falsa segregación en ciencias y letras, como si ambos saberes estuvieran sumidos en un combate reiterativo, a la manera del bachiller Carrasco contra el caballero de la Triste Figura, en el que el primero quiere apartar al otro de su heroica misión.

Aún estamos a tiempo de sacar al gato de Schrödinger de la caja y evitar que siga tomando el veneno de la incultura. Necesitamos un cambio de mentalidad en la sociedad y en la clase política, que el profesorado y los investigador@s debemos liderar, situándonos al frente de un movimiento en defensa de esta forma de Cultura, entendida no contra nada, sino a favor de una educación integral, en una sociedad compleja y cambiante.

(Diario Córdoba. 05.10.05)

domingo, 1 de junio de 2008

SENTIR LA CIENCIA

Vivimos en un mar de percepciones con las que construimos el catálogo de conceptos e ideas útiles para movernos por el mundo. Parte fundamental de esta carta de navegación son las herramientas conceptuales derivadas de las experiencias “científicas” a las que nos enfrentamos diariamente, desde calentar una sopa en el microondas, hasta interpretar un análisis clínico.

Los profesores/as las utilizamos a menudo con el fin de ayudar al alumnado a elaborar el cuerpo de conocimientos necesarios para entender nuestra naturaleza y la que nos rodea. Sin embargo, en muchas ocasiones olvidamos que, agazapados tras los conceptos y los procedimientos de la Ciencia, hay valores y sentimientos necesarios para la formación de ciudadanos/as informados, comprometidos y responsables. Visto de una manera más cinematográfica: Necesitamos conjugar la fría y vulcaniana razón del Sr. Spock, el famoso personaje de orejas puntiagudas de Star Treck, con las tórridas emociones humanas, mientras ayudamos a nuestros alumnos/as a elaborar su visión del universo. Por eso voy a ilustrar esta forma de encarar la educación científica con algunos sentimientos extraídos del manantial de vivencias autobiográficas.

El primero se pierde en mi memoria buscando cruzianas, unas huellas fosilizadas de artrópodos marinos que medraron hace unos 480 millones de años. Pocas cosas hay más conmovedoras que la percepción de una ingente cantidad de tiempo atrapada en una piedra, mientras contemplamos nuestra existencia como un estornudo diluido en esta inmensidad. Pero es muy difícil que una mente como la nuestra, adaptada a unas pocas decenas de años de vida, pueda concebir el abismo del tiempo geológico. Intentémoslo a la manera de Carl Sagan, trasladando la Historia de la Tierra a un almanaque. Así, una señora de 87 años hubiera comenzado su andadura vital 6 décimas de segundo antes de finalizar la Nochevieja, mientras que Colón hubiese descubierto América tan solo 10,5 segundos antes de las campanadas. Miremos retrospectivamente, con las uvas en la mano, un año a punto de expirar y situemos en él estos “hitos”. Y luego las cruzianas, petrificadas un 22 de noviembre. O los primeros seres vivos, que entraron en escena a mediados de marzo. ¡Qué vértigo!

Fue también hace unos treinta y ocho años cuando, tras regresar de un triste campamento infantil, cuidé de un camaleón en una gran maceta. Me pasaba las horas muertas observando sus cambios de color y su larga y pegajosa lengua capturando los saltamontes que regularmente le suministraba. Por aquel entonces, la belleza de este reptil, perfectamente diseñado para alimentarse y camuflarse, no me sugería nada más. El gran salto intelectual y emocional vendría después, cuando entendí el papel de la selección natural y de la adaptación al medio como causas de la evolución y de la diversidad de formas vivientes. De aquello queda una ilimitada admiración por la Ciencia, como fuente de respuestas a las preguntas de siempre, que hasta entonces permanecían colgadas de ganchos celestiales.

Más cerca del infierno, el 26 de abril de 1986, uno de los reactores nucleares de Chernóbil vomitó su carga letal y la esparció por casi toda Europa. La seguridad nuclear se derrumbó para siempre, dando la razón a los defensores del Sol verde y sonriente. Recuerdo vivamente el terror que experimentamos ante el poder destructor de la tecnología atómica. El mismo temor que siento cuando pienso en otros avances tecnológicos. Pero, a pesar de los desastres medio-ambientales, sigo valorando el esfuerzo de los científicos/as por reparar los daños causados y abrigo la esperanza de que la Ciencia (una nueva Ciencia), cabalgada por la Ética y la Justicia, sea capaz de “desfacer los entuertos” y posibilitar las políticas adecuadas para evitarlos y acercar a la Humanidad a un utópico Desarrollo Sostenible. Lo estamos comprobando hoy en día con la adopción de medidas (aún insuficientes) ante “la verdad incómoda” del calentamiento global.

Mi propuesta es sencilla: Se trata de emocionarnos con la Ciencia, tras ensanchar los horizontes del conocimiento; de abrir la ventana del “burka” que impone el analfabetismo y sentir el progreso científico. En definitiva, valorar la Ciencia como una empresa colectiva que transforma la realidad personal y social, con sus riesgos, pero también con todo su potencial para desvelarnos quiénes somos, conservar nuestro planeta y mejorar la calidad de vida de todos/as sus habitantes.

(Diario Córdoba. 13.02.08)

LOS OTROS

Existe el convencimiento de que el progreso científico se lo debemos a una cohorte de sesudos investigadores y a poquísimas, pero inteligentes y revolucionarias investigadoras que, ocultos/as en sus templos del saber, han construido una Ciencia inaccesible, a golpe de experimento. Y a menudo olvidamos que muchos de estos avances se han producido y se producen a pie de calle, gracias a los otros, actores y actrices secundarios, que sin querer, han contribuido y contribuyen al nacimiento de una idea o al descubrimiento de un misterio, que la naturaleza ha ocultado con tesón. Permítame el lector, como homenaje a estos héroes silenciosos, contar las tribulaciones de algunos de ellos. Son un accidentado viajero, un descuidado barrenero y un niño asustado, que, entre 1822 y 1885, participaron en el nacimiento o en la consolidación de la Fisiología, la Neurociencia y la Inmunología.

El 6 de junio de 1822 paseaba el joven Alexis Saint Martin cerca del lago Hurón (EEUU) cuando recibió un disparo fortuito, que le atravesó las costillas, el estómago y los pulmones y le provocó un orificio por el que se “le salía el desayuno”, en palabras de William Beaumont, el cirujano militar que le atendió. Alimentándolo a través de la fístula, el insigne médico no tardó en darse cuenta de que la herida era una ventana maravillosa para el estudio de los mecanismos de la digestión, por lo que retuvo al desafortunado joven como criado, en unas condiciones que hoy serían inaceptables. Un contrato de conejillo de Indias por el que Alexis se sometería a cientos de experimentos, algunos dolorosos, para demostrar que la digestión es un proceso químico. Murió en 1880, con las heridas aún abiertas, tanto en el cuerpo, como en su dignidad. Su familia, enojada con la clase médica, mantuvo su cadáver lejos de las depredadoras manos de la Ciencia. Por desgracia, pero con razón.

El 14 de septiembre de 1848 fue un día grande para la Neurociencia, pero aciago para Phineas Gage, capataz de ferrocarril en Vermont (Nueva Inglaterra). Una barra metálica de tres centímetros de grosor y un metro de largo le atravesó la mejilla izquierda, saliéndole por la región frontal del cráneo. Contra todo pronóstico, no murió. Al poco tiempo pudo hablar y razonar con normalidad, como documentó el doctor Harlow, quien le daría el alta dos meses después. Pero Phineas se volvió irrespetuoso, terco e impaciente. En palabras del propio Harlow, "el equilibrio (…) entre su facultad intelectual y sus propensiones animales se había destruido". A partir de esta flaqueza humana imprevisible, la Ciencia abrió una claraboya en el cerebro y comenzó a escudriñar el “alma”. Nacía así un nuevo punto de vista que situaba la moral, la responsabilidad y la empatía en “la carne”, es decir, en el lóbulo frontal. Adiós a un “Pepito Grillo” venido de fuera. Murió relativamente joven en su casa, víctima de la epilepsia, tras una vida azarosa, que incluyó la exhibición circense de sus cicatrices. Afortunadamente, su cráneo horadado y el alargado proyectil se conservan en el museo de medicina de Harvard, como objetos de indudable valor para investigaciones ulteriores.

El caso de Joseph Meister, de Alsacia (Francia) es algo diferente. Tenía 9 años cuando su padre le llevó al laboratorio de Louis Pasteur, el 4 de julio de 1885, con mordeduras profundas, en brazos y piernas, provocadas por un perro rabioso. Era la crónica de una muerte anunciada. Obligado por las circunstancias y sumido en una gran inquietud, el ilustre químico y biólogo procedió a inocular, bajo la piel del pequeño, un extracto seco y estéril de médula de conejo, muerto de rabia dos semanas antes. Como sabía, gracias a sus experimentos con perros, esta médula no provocaba la temible enfermedad, pero sí tenía un poderoso efecto inmunizante. El proceso lo repitió 13 veces, con médulas cada vez más virulentas y agresivas. Y el niño sobrevivió. Ya adulto trabajó como portero en el Instituto Pasteur, en cuyos sótanos está enterrado el famoso microbiólogo. Cuenta Isaac Asimov que, en 1940, un oficial nazi ordenó al anciano Meister que abriera la cripta de Pasteur. Pero el que fuera el primer niño inmunizado contra la rabia prefirió suicidarse antes que profanar la tumba de su salvador.

Actores de segunda para una Ciencia de vanguardia. Como la Cultura Científica que reivindicamos en nuestra sociedad y en la escuela. Mientras tanto, el año de la Ciencia fluye en la prensa y en la red. Y sin embargo, este castillo de fuegos de artificio, deslumbrante y cuajado de actividades, parece un viaje a ninguna parte. A mi trabajo acudo y a los decretos de la LOE me remito: La enseñanza de la Ciencia está bajo mínimos.

(Diario Córdoba. 13.06.07)

LAS MARIPOSAS DEL ALMA

Recuerdo los últimos años de Andrea. Su piel tersa y sonrosada, la mirada gris, una sonrisa fácil y sus manos jugando torpemente con un trapo, rematando, tal vez, un imaginario y familiar vestido de novia. Permanecía postrada en su butaca, aturdida, lejana y ausente, hilvanando los últimos hilos de vida, sin reconocer ni a su propia hija, quien la cuidaría con profundo amor y extenuante dedicación hasta que una mañana de mayo de 1994, cerebro y corazón se pararon para siempre.
La enfermedad de Alzheimer es devastadora y cruel, tanto con los pacientes, a los que borra su historia personal, como con sus familiares, quienes constatan, impotentes, cómo la mente del ser querido se desmorona y se deshace en mil pedazos, hundiéndolos en un pozo sin fondo hasta la muerte.
La primera descripción de esta enfermedad la hizo Alois Alzheimer en Munich, hace 100 años. Se trataba de una mujer de 51, con alteraciones de la memoria y de la conducta. La autopsia reveló una gran atrofia en la corteza cerebral y depósitos de una sustancia extraña en el exterior de las neuronas.
Varios años antes, don Santiago Ramón y Cajal, de quien también celebramos este año el centenario de su Nóbel, había concebido estas células como “delicadas y elegantes, las misteriosas mariposas del alma, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá el secreto de la vida mental…” Hoy sabemos que las neuronas configuran la arquitectura cerebral, como describió y dibujó, con gran precisión y belleza, nuestro científico más universal. En su “año cumbre” (1888) descubrió, utilizando técnicas mejoradas de tinción cromo-argéntica, diseñadas por su colega Golgi, que las neuronas no forman una red difusa y continua, como se creía hasta entonces, sino que cada una de ellas es como una especie de “cantón fisiológico absolutamente autónomo” (un guiño a la ciencia alemana y una anticipación de la España plural de nuestros días). Para ello, tuvo que trabajar “no ya con ahínco, sino con furia” y superar la escasez de medios materiales y la desidia de las políticas científicas de una nación deprimida y humillada (la de 1898).
Miles de millones de neuronas aleteando, unidas entre sí gracias al “velcro” de las sinapsis, originan la mente y la consciencia de uno mismo, es decir, el “alma”, que no es otra cosa que física y química: mensajes eléctricos que parten del cuerpo principal de la neurona, continúan por su axón (prolongación) y llegan a las dendritas (ramificaciones arborescentes) de otras células, en donde vierten “ríos” de neurotransmisores, encendiendo y apagando, de esta manera, los circuitos de la mente. Es así como se tejen nuestros pensamientos y recuerdos.
Esta tipo de demencia se hereda de forma dominante en menos de un 5% de los casos y el resto se debe a factores de riesgo, como el virus del herpes labial (descubrimiento reciente made in spain). También se conoce la naturaleza de las placas neurotóxicas: son depósitos de proteínas (amiloides) que matan neuronas, provocando una disminución de la cantidad de neurotransmisores, como la acetilcolina, fundamental para la atención, la memoria y el aprendizaje. Millones de células nerviosas que mueren. “Alma” que agoniza.
Algunos tratamientos consisten en retener estas sustancias durante más tiempo, , para prolongar su efecto. Pero no están dando buenos resultados. Sin embargo, hay varias estrategias emergentes: La implantación de células madres; la inmunoterapia, es decir, la destrucción con anticuerpos de las proteínas tóxicas y, por último, la utilización de señuelos que eviten la acumulación de éstas proteínas y originen las placas “asesinas”.
Dos centenarios, el del Alzheimer y el del descubrimiento de la “textura” íntima del cerebro nos sirven para ilustrar la importancia de la Cultura Científica en nuestros días. Ya lo adelantó el ilustre aragonés en 1899, al reclamar de los políticos el abandono de su “egoísmo estrecho de partido y pandilla”; de los aristócratas y capitalistas, “la codicia de los bienes materiales” y del clero, el dejar atrás “aquellas terribles intolerancias (…)”; para establecer, como único camino, el “entrar sinceramente en la corriente de la moderna vida y preparar el porvenir, alistándose resueltamente en la causa de la civilización”. Ese es el reto de la sociedad. Y el nuestro, como docentes. Si nos dejan.
(Diario Córdoba. 17.01.07)

EL ABISMO DEL TIEMPO

El sereno y joven banquero Andy Dufresne (Tim Robbins) cumple doble cadena perpetua en la cárcel de Shawshank. Allí, lenta, pero inexorablemente, construye el túnel que le conducirá a la libertad, horadando la pared de su celda con un pequeño martillo de gemas, que esconde en una Biblia. Para no levantar sospechas, cubre el boquete con pósteres de estrellas de Holliwood, que se suceden, magistralmente, a medida que las rutilantes divas van perdiendo brillo.
¿Puede el lector idear un método para calcular cuánto tiempo necesitó el protagonista de “Cadena Perpetua” para culminar el pasadizo que le llevaría a la playa de Zihuatanejo?
Un cálculo parecido, pero con el mar como escultor geológico, efectuó Charles Darwin en Weald, una región al Sureste de Inglaterra, para estimar la edad de nuestro planeta. Necesitaba tiempo para justificar los mecanismos de la evolución biológica y lo encontró. Aquella primera aproximación arrojó una cifra de 300 millones de años (en adelante MA), cantidad de la que se retractaría posteriormente, obligado por la ciencia que ponía a todos en su sitio: la Física.
Viajemos ahora a Siccar Point, en Escocia, uno de esos lugares míticos para la Geología, en los que la contemplación de un paisaje inerte, asistida por la emoción y la inteligencia, puede provocar el “revolcón” de las ideas establecidas. Allí las rocas han adquirido una configuración casi imposible, en forma de “T” extendida: estratos verticales de grauvaca (roca granuda de color grisáceo), cubiertos por capas ligeramente inclinadas de arenisca roja. Observando este escenario, en 1785, el geólogo, James Hutton y su amigo, el matemático John Playfair, intuyeron el inmenso lapso de tiempo que la Naturaleza empleó en construirlo lenta y gradualmente, según el color de las “gafas geológicas” (léase actualismo) que exhibían los dos ilustres filósofos. Fue el mismo Playfair, biógrafo del plúmbeo Hutton, quien describió las emociones compartidas en una frase memorable: "la mente se nos aturdía mirando tan lejos en el abismo del tiempo".
Pero no todos los geólogos observaban el paisaje con la misma perspectiva. Como Andy Dufresne con su martillo en el interior de la Biblia, algunos intentaban meter la Historia de la Tierra dentro de los límites del Génesis: unos pocos miles de años. Noé, el diluvio universal y las parejas de animales sobrevivientes formaban parte de este cuadro, que pronto sería abandonado gracias, entre otros, a ilustres catastrofistas, cazadores de piedras y fósiles, como Georges Cuvier.
Hacia 1862, el genial y convincente William Thomson entró en escena, poniéndose la prestigiosa Termodinámica por montera. Lord Kelvin, como se le conoce mundialmente, propuso una edad de 24 MA para la Tierra, siguiendo el modelo “¡qué se nos enfría el potaje!, es decir: calculando el tiempo de enfriamiento a partir de una Tierra primitiva muy caliente y fluida. La evolución estaba tocada y Darwin lo sabía, “a no ser que fuentes de calor desconocidas ahora por nosotros estén preparadas en el gran almacén de la creación”, diría el famoso lord, con la seguridad de que nunca se iban a encontrar.
Pero se hallaron. Fue en Paris, en 1896, cuando un despistado Henri Becquerel se dejó en un cajón un paquete de sales de uranio sobre una placa fotográfica, que resultó impresionada por una extraña radiación, del tipo que provocaría la muerte por leucemia de Marie Curie varios años después. El malogrado esposo de ésta, Pierre, descubriría algo más: los elementos radiactivos liberan calor; lo que unido a su desintegración y transmutación, fue aprovechado por el pragmático Ernest Rutherford, en 1904, para diseñar una especie de reloj atómico y calcular con él una edad de 700 MA para una muestra mineral de pechblenda (uranita). Sin embargo, a pesar de las abrumadoras pruebas, cuentan que el anciano lord nunca dio su brazo a torcer.
Finalmente, un desconocido estadounidense, Clair Patterson, adelantado ecologista y militante contra el plomo de las gasolinas, dejaría zanjado el asunto para siempre (?) en 1953, midiendo cantidades minúsculas de uranio y de un producto de su desintegración, el plomo, en muestras de cristales antiguos. Desde este glorioso día, Gaia tiene oficialmente una edad de 4550 MA (70 arriba o abajo). Una vieja señora a la que seguimos maltratando con CFCs, biocidas, gases de invernadero, metales pesados, residuos radiactivos y demás sustancias peligrosas, cuyas consecuencias estamos padeciendo desde hace varias décadas. Inmensidad del tiempo, cortedad de nuestra existencia y deterioro ambiental. Razones para que nuestros estudiantes, futuros ciudadan@s, se impregnen de esa Cultura que nos revela qué lugar ocupamos en el mundo y cómo podríamos conservarlo y legarlo en buen estado a las generaciones venideras.
(Diario Córdoba. 11.10.06)

LA ESCALERA DE JACOB (II)

En una colaboración anterior desvelábamos cómo el ser humano ha ido descubriendo los secretos de la vida subiendo por una escalera, la molécula del ADN, en un sueño hecho realidad, como el del famoso personaje bíblico. Pero solo en las últimas décadas ha aprendido a manipular la doble hélice y a elevarse aún más en este interminable ascenso a otro cielo, el del conocimiento. Esta nueva dimensión fue iniciada por Paul Berg en 1972, al construir, con tijeras y pegamento bioquímicos (dos tipos de enzimas), el primer monstruo biológico: una bacteria intestinal con un gen de anfibio, que sería el primer OMG (Organismo Modificado Genéticamente). Había nacido la Biotecnología y tanto la clase científica (conferencia de Asilomar en 1975) como la opinión pública, la contemplaban con cierto recelo. A pesar de ello, la industria farmacéutica comenzaría a producir hormona del crecimiento e insulina humanas usando tanques llenos de amables bacterias transgénicas.

La Ingeniería Genética encontraría en los vegetales los organismos dóciles que estaba buscando, gracias a una conocida bacteria del suelo, transportadora de genes, o al bombardeo de células con microcañonazos de partículas metálicas envueltas en ADN. Y así, en los años 90, los alimentos transgénicos (colza resistente a un herbicida, tomate de larga duración, etc.), comenzaron a invadir los supermercados USA. Sin embargo, su llegada a Europa se vería frenada por un debate sin final entre multinacionales defensoras de estas modificaciones y consumidores, muy sensibilizados aún por el “mal de las vacas locas”. Actualmente hay varios OMGs autorizados en la UE, entre ellos un maíz “Bt”, con un gen bacteriano insecticida. Aunque muchos apuestan por la inocuidad de este tipo de productos, otros, sin embargo, consideran que hemos abierto la caja de Pandora, de la que podrían escaparse males como la dispersión de seres vivos transgénicos por los ecosistemas (una amenaza para la biodiversidad) o problemas de salud derivados del contacto con nuevas sustancias potencialmente alérgenas.

Al contrario, la manipulación genética con fines terapéuticos no ha encontrado tantos detractores, excepto cuando lo que plantea es la modificación de la línea germinal (óvulos, espermatozoides o embriones). Por eso, en septiembre de 1990, Anderson y Blaese recibieron autorización para alterar genéticamente unos pocos glóbulos blancos de una niña de tres años con Deficiencia Inmunológica Combinada Grave (una niña “burbuja”). Es ésta una enfermedad causada por la alteración defectuosa de un gen del cromosoma 20, con instrucciones para fabricar una proteína necesaria en la respuesta inmunológica. Sus células sanguíneas fueron infectadas con un retrovirus armado con la copia buena del gen, se reinyectaron en la niña y obró el milagro de la ciencia: el gen comenzó a trabajar y su sangre se inundó de proteína “defensiva”, a la vez que el mundo atisbaba una nueva forma de encarar este tipo de enfermedades. La Terapia Génica había comenzado y sus próximas batallas experimentales serían el cáncer, la diabetes y las enfermedades neurodegenerativas. Dentro de esta espiral de avances, la prensa publicaba, hace pocos meses, que varios científicos californianos habían implantado en los cerebros de ocho pacientes con Alzheimer, células de la piel modificadas, con el gen de un factor de crecimiento nervioso, frenando, en seis de ellos, el desarrollo de la enfermedad.

El bricolaje bioquímico, junto con un potente software informático, nos ha permitido llegar a la esencia de la vida. A partir de un impresionante arsenal de trozos de ADN, los científicos han podido secuenciar el genoma de varias especies. De esta forma, en febrero de 2001, Craig Venter (presidente de Celera Genomics) y los responsables del Proyecto Genoma Humano (una iniciativa pública), dieron a conocer la secuencia del ADN humano, situando a nuestra especie en el escalón animal que nos corresponde: solo 30.000 genes y un 99% de coincidencias con el ratón. Una cura de humildad que nos invita a transitar sabiamente por la doble hélice y a contemplar la naturaleza de una forma menos altiva.

(Diario Córdoba. 01.03.06)

LA ESCALERA DE JACOB (I)

El ADN se cuela por la ventana del televisor como un “chivato” sin piedad, el mejor abogado del inocente o el notario eficiente de las familias en duelo, en los trueques macabros de cadáveres.

Su historia comenzó en 1869, en una sala de postoperatorios de Tubinga (Alemania), cuando el médico suizo Friedrich Miescher aisló la nucleína (sustancia ácida rica en fósforo) del pus de los vendajes quirúrgicos. Años más tarde se determinaría la composición y la estructura primaria (lineal) de uno de sus componentes (el ADN o Ácido Desoxirribonucleico): una larga hilera de 4 unidades repetidas (los nucleótidos A, T, G y C).

La historia de este icono de la ciencia pudo dar, en 1944, un giro espectacular en “la Gran Manzana”, de la mano del científico canadiense Oswald T. Avery y sus colaboradores, al comprobar como una cepa inofensiva de la bacteria de la neumonía se transformaba en infecciosa absorbiendo el ADN de un “caldo” (extracto) de bacterias virulentas y muertas, demostrando que este largo filamento poseía la información hereditaria. Era el viejo “principio formativo” de Aristóteles hecho bioquímica. Un sorprendente descubrimiento que, sin embargo, fue ignorado hasta que los experimentos de Hershey y Chase con virus, en 1952, destronaron como reinas de la herencia a las proteínas. Se confirmaba, una vez más, la sentencia del pesimista filósofo Arthur Schopenhauer: “Toda verdad pasa por tres etapas. Primero se ridiculiza, luego se rechaza violentamente y finalmente se acepta como evidente”.

El 25 de abril de 1953 un póquer de novatos, que no formaban equipo y estaban mal avenidos, revelaron al mundo el descubrimiento que abriría los horizontes de la nueva Genética. Eran James Watson, Maurice Wilkins, Rosalind Franklin y Francis Crick. La hazaña les supuso a los varones el Nóbel de Medicina y Fisiología en 1962. La única mujer, Rosalind Franklin, investigadora en el machista King’s College de Londres, había fallecido de cáncer de ovarios cuatro años antes, debido, probablemente, a la exposición crónica a los rayos que le permitieron “retratar” el ADN. Gracias a sus imágenes, Watson y Crick descifraron la estructura de la molécula de la herencia: una escalera de caracol (en realidad, una doble hélice) con peldaños constituidos por las famosas cuatro letras, emparejadas de forma invariable.

Era la versión prosaica de otra escalera, la que soñó Jacob mientras huía; una herramienta que facilitaría el ascenso del ser humano a otro cielo, el del conocimiento de los secretos de la vida.
El ADN es un doble filamento enrollado con información digital. El contenido de una enciclopedia de cocina también lo es, porque está hecho con recetas sucesivas, cada una con la información necesaria para elaborar un plato diferente. A su vez, las recetas están constituidas por letras sin significado, pero su unión, en un cierto orden, dota al conjunto de un culinario mensaje.

El ADN humano está formado por unos 3000 millones de letras (3 Gigas). Esta macromolécula está empaquetada dentro del núcleo formando 23 pares de cromosomas. Igual que cada libro de cocina tiene cientos de recetas, cada cromosoma posee unos pocos cientos o miles de genes (fragmentos de ADN), con información para fabricar una proteína, necesaria para el funcionamiento o la construcción de los seres vivos, desde la forma de unas antenas a ciertos rasgos de nuestro carácter.

El 9 de septiembre de 1984, Sir Alec Jeffreys ascendería un peldaño más por esta escalera, descubriendo, en el interior de la secuencia de un gen humano, un corto tramo de ADN sin sentido aparente, con una secuencia central de 12 letras, repetida de forma característica en cada individuo y muy semejante a la de sus familiares. Como un código de barras: marcas negras repetitivas (ADN basura) dentro de un fondo blanco con mensaje (el gen). Era la huella dactilar genética y en 1986 reveló su utilidad, permitiendo inculpar de asesinato a Colin Pitchfork (Colin “horca”), quien pasaría a la historia como el primer reo del ADN.

Progreso científico al servicio de la sociedad. Cultura para desenvolvernos por el mundo.

(Diario Córdoba. 15.03.06)