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En el año 2002, la investigadora Melisa Himer llevó a cabo un interesante experimento con individuos de ambos sexos, de muy corta edad, que no habían recibido aún influencias parentales ni ambientales. Les entregó varios juguetes sexistas: Coches y muñecas. Si el ambiente o la cultura fuesen responsables de las diferencias sexuales durante el juego, esperaríamos encontrar a sujetos masculinos y femeninos jugando indistintamente con ambos juguetes. Pero no fue así. El 100 % de los primeros jugaron con coches, mientras las segundas lo hicieron con ambos juguetes. Esto probaba la existencia de un claro dimorfismo sexual de origen biológico en… ¡unos monitos!
Comprendo el temor de muchas personas a enfrentarse con este tipo de hechos en los seres humanos: La justificación de la discriminación sexual o de la superioridad intelectual de uno de los sexos. Pero la neurobiología nos muestra que hay muchas “inteligencias” y que, además, esa superioridad intelectual no existe. Paralelamente, la Ética considera que el sexismo es inaceptable.
Pero, ¿por qué no van e existir diferencias en el cerebro y en el producto de su actividad, la mente, si las hay en la entrepierna (con perdón)? Estas diferencias anatómicas son el resultado de la acción de las hormonas, que a su vez obedecen las órdenes dictadas por las dotaciones cromosómicas de los embriones XY (machos) o XX (hembras). Es un plan grabado mediante selección natural en nuestros cromosomas, millones de años atrás, para asegurar la transmisión de los genes. Por esta razón disponemos de órganos sexuales diferenciados y una batería de conductas que garantizan el apareamiento, el cuidado de la prole y los vínculos afectivos en el seno de la familia. Lo cual significa que sentimos con las mismas estructuras nerviosas del pasado, en un tiempo y en unos entornos en los que las relaciones son mucho más complejas. Afortunadamente, nuestro cerebro también está dotado de otras herramientas cognitivas: El lenguaje, algunos circuitos morales innatos, que controlan ese fuego interno hormonal y otros, en los lóbulos frontales, con funciones intelectivas superiores. E interaccionado con todo, la experiencia individual, la educación y la cultura acumulada.
Obviando el tamaño cerebral, más grande en los varones que en las hembras, como lo es su tamaño corporal, la primera diferencia se da en un pequeño núcleo del hipotálamo, esa glándula endocrina ubicada en la base de nuestro cerebro que controla, entre otras funciones, la temperatura, el hambre y la reproducción. Este núcleo, 2.5 veces mayor en los hombres, es el responsable del impulso y el comportamiento sexual típicamente masculino.
Una segunda diferencia reside en las neuronas espejo, repartidas por diferentes áreas cerebrales. Estas células se activan cuando un animal, como el ser humano, observa el comportamiento de otro, especialmente si es de su misma especie. Intervienen en procesos de aprendizaje por imitación, en la empatía (ponerse en el lugar de los demás) y en otras capacidades cognitivas necesarias para la vida en grupo. Recientes estudios han confirmado que las mujeres poseen más neuronas espejo, lo que se traduce en algo más de “contagio” emocional. Esto les permitió, en el amanecer de los homínidos, interpretar mejor las emociones de las crías y mantener los lazos familiares.
El cuerpo calloso, esa banda de tejido blanco que comunica los dos hemisferios cerebrales, es también mayor en las mujeres. Su función está vinculada al trasvase de información entre la parte izquierda del cerebro, más analítica, y la derecha, más emocional. Esta diferencia explica por qué las mujeres son más conscientes de sus propias emociones y las manejan mejor, por qué las incorporan más fácilmente al pensamiento y al habla y por qué establecen juicios y valoraciones de forma más rápida y acertada (¿son más intuitivas?). Esta mejora dotó a las hembras humanas de una mayor capacidad de mediación y de resolución de conflictos en el seno de la tribu, mientras el macho se encargaba de la exploración del territorio y la caza, impulsado, instintivamente, por el mayor tamaño de otra área hipotalámica: La de defensa.
Sin embargo, estas y otras diferencias cerebrales son insignificantes frente a lo que compartimos como especie. No obstante, su conocimiento debería de ser el punto de partida para entendernos como seres humanos y llevarnos mejor los/as unos/as con los/as otras/os.
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