El sereno y joven banquero Andy Dufresne (Tim Robbins) cumple doble cadena perpetua en la cárcel de Shawshank. Allí, lenta, pero inexorablemente, construye el túnel que le conducirá a la libertad, horadando la pared de su celda con un pequeño martillo de gemas, que esconde en una Biblia. Para no levantar sospechas, cubre el boquete con pósteres de estrellas de Holliwood, que se suceden, magistralmente, a medida que las rutilantes divas van perdiendo brillo.
¿Puede el lector idear un método para calcular cuánto tiempo necesitó el protagonista de “Cadena Perpetua” para culminar el pasadizo que le llevaría a la playa de Zihuatanejo?
Un cálculo parecido, pero con el mar como escultor geológico, efectuó Charles Darwin en Weald, una región al Sureste de Inglaterra, para estimar la edad de nuestro planeta. Necesitaba tiempo para justificar los mecanismos de la evolución biológica y lo encontró. Aquella primera aproximación arrojó una cifra de 300 millones de años (en adelante MA), cantidad de la que se retractaría posteriormente, obligado por la ciencia que ponía a todos en su sitio: la Física.
Viajemos ahora a Siccar Point, en Escocia, uno de esos lugares míticos para la Geología, en los que la contemplación de un paisaje inerte, asistida por la emoción y la inteligencia, puede provocar el “revolcón” de las ideas establecidas. Allí las rocas han adquirido una configuración casi imposible, en forma de “T” extendida: estratos verticales de grauvaca (roca granuda de color grisáceo), cubiertos por capas ligeramente inclinadas de arenisca roja. Observando este escenario, en 1785, el geólogo, James Hutton y su amigo, el matemático John Playfair, intuyeron el inmenso lapso de tiempo que la Naturaleza empleó en construirlo lenta y gradualmente, según el color de las “gafas geológicas” (léase actualismo) que exhibían los dos ilustres filósofos. Fue el mismo Playfair, biógrafo del plúmbeo Hutton, quien describió las emociones compartidas en una frase memorable: "la mente se nos aturdía mirando tan lejos en el abismo del tiempo".
Pero no todos los geólogos observaban el paisaje con la misma perspectiva. Como Andy Dufresne con su martillo en el interior de la Biblia, algunos intentaban meter la Historia de la Tierra dentro de los límites del Génesis: unos pocos miles de años. Noé, el diluvio universal y las parejas de animales sobrevivientes formaban parte de este cuadro, que pronto sería abandonado gracias, entre otros, a ilustres catastrofistas, cazadores de piedras y fósiles, como Georges Cuvier.
Hacia 1862, el genial y convincente William Thomson entró en escena, poniéndose la prestigiosa Termodinámica por montera. Lord Kelvin, como se le conoce mundialmente, propuso una edad de 24 MA para la Tierra, siguiendo el modelo “¡qué se nos enfría el potaje!, es decir: calculando el tiempo de enfriamiento a partir de una Tierra primitiva muy caliente y fluida. La evolución estaba tocada y Darwin lo sabía, “a no ser que fuentes de calor desconocidas ahora por nosotros estén preparadas en el gran almacén de la creación”, diría el famoso lord, con la seguridad de que nunca se iban a encontrar.
Pero se hallaron. Fue en Paris, en 1896, cuando un despistado Henri Becquerel se dejó en un cajón un paquete de sales de uranio sobre una placa fotográfica, que resultó impresionada por una extraña radiación, del tipo que provocaría la muerte por leucemia de Marie Curie varios años después. El malogrado esposo de ésta, Pierre, descubriría algo más: los elementos radiactivos liberan calor; lo que unido a su desintegración y transmutación, fue aprovechado por el pragmático Ernest Rutherford, en 1904, para diseñar una especie de reloj atómico y calcular con él una edad de 700 MA para una muestra mineral de pechblenda (uranita). Sin embargo, a pesar de las abrumadoras pruebas, cuentan que el anciano lord nunca dio su brazo a torcer.
Finalmente, un desconocido estadounidense, Clair Patterson, adelantado ecologista y militante contra el plomo de las gasolinas, dejaría zanjado el asunto para siempre (?) en 1953, midiendo cantidades minúsculas de uranio y de un producto de su desintegración, el plomo, en muestras de cristales antiguos. Desde este glorioso día, Gaia tiene oficialmente una edad de 4550 MA (70 arriba o abajo). Una vieja señora a la que seguimos maltratando con CFCs, biocidas, gases de invernadero, metales pesados, residuos radiactivos y demás sustancias peligrosas, cuyas consecuencias estamos padeciendo desde hace varias décadas. Inmensidad del tiempo, cortedad de nuestra existencia y deterioro ambiental. Razones para que nuestros estudiantes, futuros ciudadan@s, se impregnen de esa Cultura que nos revela qué lugar ocupamos en el mundo y cómo podríamos conservarlo y legarlo en buen estado a las generaciones venideras.
(Diario Córdoba. 11.10.06)
¿Puede el lector idear un método para calcular cuánto tiempo necesitó el protagonista de “Cadena Perpetua” para culminar el pasadizo que le llevaría a la playa de Zihuatanejo?
Un cálculo parecido, pero con el mar como escultor geológico, efectuó Charles Darwin en Weald, una región al Sureste de Inglaterra, para estimar la edad de nuestro planeta. Necesitaba tiempo para justificar los mecanismos de la evolución biológica y lo encontró. Aquella primera aproximación arrojó una cifra de 300 millones de años (en adelante MA), cantidad de la que se retractaría posteriormente, obligado por la ciencia que ponía a todos en su sitio: la Física.
Viajemos ahora a Siccar Point, en Escocia, uno de esos lugares míticos para la Geología, en los que la contemplación de un paisaje inerte, asistida por la emoción y la inteligencia, puede provocar el “revolcón” de las ideas establecidas. Allí las rocas han adquirido una configuración casi imposible, en forma de “T” extendida: estratos verticales de grauvaca (roca granuda de color grisáceo), cubiertos por capas ligeramente inclinadas de arenisca roja. Observando este escenario, en 1785, el geólogo, James Hutton y su amigo, el matemático John Playfair, intuyeron el inmenso lapso de tiempo que la Naturaleza empleó en construirlo lenta y gradualmente, según el color de las “gafas geológicas” (léase actualismo) que exhibían los dos ilustres filósofos. Fue el mismo Playfair, biógrafo del plúmbeo Hutton, quien describió las emociones compartidas en una frase memorable: "la mente se nos aturdía mirando tan lejos en el abismo del tiempo".
Pero no todos los geólogos observaban el paisaje con la misma perspectiva. Como Andy Dufresne con su martillo en el interior de la Biblia, algunos intentaban meter la Historia de la Tierra dentro de los límites del Génesis: unos pocos miles de años. Noé, el diluvio universal y las parejas de animales sobrevivientes formaban parte de este cuadro, que pronto sería abandonado gracias, entre otros, a ilustres catastrofistas, cazadores de piedras y fósiles, como Georges Cuvier.
Hacia 1862, el genial y convincente William Thomson entró en escena, poniéndose la prestigiosa Termodinámica por montera. Lord Kelvin, como se le conoce mundialmente, propuso una edad de 24 MA para la Tierra, siguiendo el modelo “¡qué se nos enfría el potaje!, es decir: calculando el tiempo de enfriamiento a partir de una Tierra primitiva muy caliente y fluida. La evolución estaba tocada y Darwin lo sabía, “a no ser que fuentes de calor desconocidas ahora por nosotros estén preparadas en el gran almacén de la creación”, diría el famoso lord, con la seguridad de que nunca se iban a encontrar.
Pero se hallaron. Fue en Paris, en 1896, cuando un despistado Henri Becquerel se dejó en un cajón un paquete de sales de uranio sobre una placa fotográfica, que resultó impresionada por una extraña radiación, del tipo que provocaría la muerte por leucemia de Marie Curie varios años después. El malogrado esposo de ésta, Pierre, descubriría algo más: los elementos radiactivos liberan calor; lo que unido a su desintegración y transmutación, fue aprovechado por el pragmático Ernest Rutherford, en 1904, para diseñar una especie de reloj atómico y calcular con él una edad de 700 MA para una muestra mineral de pechblenda (uranita). Sin embargo, a pesar de las abrumadoras pruebas, cuentan que el anciano lord nunca dio su brazo a torcer.
Finalmente, un desconocido estadounidense, Clair Patterson, adelantado ecologista y militante contra el plomo de las gasolinas, dejaría zanjado el asunto para siempre (?) en 1953, midiendo cantidades minúsculas de uranio y de un producto de su desintegración, el plomo, en muestras de cristales antiguos. Desde este glorioso día, Gaia tiene oficialmente una edad de 4550 MA (70 arriba o abajo). Una vieja señora a la que seguimos maltratando con CFCs, biocidas, gases de invernadero, metales pesados, residuos radiactivos y demás sustancias peligrosas, cuyas consecuencias estamos padeciendo desde hace varias décadas. Inmensidad del tiempo, cortedad de nuestra existencia y deterioro ambiental. Razones para que nuestros estudiantes, futuros ciudadan@s, se impregnen de esa Cultura que nos revela qué lugar ocupamos en el mundo y cómo podríamos conservarlo y legarlo en buen estado a las generaciones venideras.
(Diario Córdoba. 11.10.06)
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