El maestro extremeño Gonzalo Roffignac escribió unos versos,
a principios de los años 80 del siglo XX,
que dejaron en mi mente, desde que los leí por primera vez, una profunda
huella: “Hoy me vienen los niños al Colegio/ Qué les digo que aprendan/ si
cada día/ saben menos los hombres allá afuera”. Cuenta mi padre, en el libro de recuerdos pedagógicos del que he extraído este
lamento poético, que el citado poeta
los escribió, tal vez, desencantado de su
efímero paso por la política local, en el pequeño pueblo extremeño donde depositó,
además, sus ilusiones pedagógicas. Hoy he vuelto a encontrarme con esta estrofa,
perdida entre las mismas páginas que releía mi padre una y otra vez, añorando
sus años de Inspector de Enseñanza Primaria por las comarcas de la Siberia y la
Serena extremeñas. Y, con la perspectiva que me otorgan mis treinta y tres años de trabajo en la escuela, me
asaltan dos cuestiones respecto a esta íntima reflexión escolar. La primera
gira en torno a la clase de saberes que dejaron
en el camino los hombres (¡y las mujeres!) de finales del siglo pasado y que
hundieron en el desánimo al autor de los citados versos. La segunda me surge
con más fuerza y es la reformulación de
la estrofa original, pero adaptada a nuestros días: ¿Qué clase de educación hay que ofrecer para que los chicos y chicas no naufraguen
en las procelosas aguas del mundo complejo y cambiante que les ha tocado
vivir?
No me atrevo a responder a la primera pregunta.
Desconozco los valores, la ideología y
las motivaciones del maestro-poeta. Respecto a la segunda, convertida en una
suerte de disparo a las conciencias de las familias, de los profesores/as y de
los políticos/as, creo, sinceramente, que no soy la persona más preparada para responderla.
Por esta razón, piense el lector o lectora que lo que sigue es solo el eco de
mis reflexiones. O el ruido de una mente
en ebullición. Pero nada más.
Me apoyo, para comenzar a hilvanar una respuesta provisional,
en las palabras del poeta Gabriel Celaya, quien,
en una magistral defensa de la labor docente, escribió que educar es lo mismo que poner motor a una barca. Los maestros tratamos de poner motores a
esos cientos o miles de barcas que se cruzan en nuestras vidas, que navegan sin
rumbo, hasta que la madurez y los derroteros de la vida les sugieren los puertos a los que tienen que arribar. Muchos/as,
y entre ellos, algunos maestros/as, probablemente no alcanzaremos nunca el
puerto que soñábamos. Pero el viaje en sí merece la pena. En la actualidad, o quizás
como siempre, la vida es una lucha constante contra los elementos y la
educación, el motor que trata de llevar nuestra barca a un buen puerto, en las revueltas
aguas de la vida. La novedad radica en que los seres humanos, a pesar de eso que
denominamos progreso, sabemos muy poco de nosotros mismos y del mundo, porque
los avances científicos y tecnológicos, los cambios sociales y el deterioro medio-ambiental,
junto con sus consecuencias, nos han sobrepasado. Es como si no hubiésemos
aprendido casi nada como especie: Unos pocos saben mucho de muy poco y la
mayoría, sabemos muy poco o nada de casi todo. Y los que menos saben (¡o quizá saben
demasiado!) son los que administran la economía a escala planetaria y sus
manigeros a nivel estatal.
En este estado de cosas, la educación (la buena educación)
se erige como la herramienta fundamental
para la construcción de ese ser humano y de esa sociedad que anhelamos
conseguir, pero que nunca llega, perdida en la bruma de las utopías. Por eso debe
contemplar tres facetas en continua interacción: El desarrollo de la
personalidad, la toma de conciencia de la realidad y la preparación para la vida social, en un
contexto de crisis socio-ecológica global.
Educar en tiempos difíciles (2ª parte):El desarrollo personal.
Educar en tiempos difíciles (3ª parte): La vida en sociedad.
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